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Alexéi Navalni empezó a escribir Patriota poco después del envenenamiento que casi lo mata en 2020. Este libro es la historia completa de su vida: su juventud, sus inicios en el activismo, su familia y su compromiso con la causa de la democracia frente a los esfuerzos de la superpotencia rusa por silenciarlo. Con prosa ágil y elocuente, que incluye la correspondencia inédita que logró transferir desde su encierro, Navalni relata su carrera política y los intentos de asesinato que él y su círculo padecieron, así como la infatigable campaña que, junto a su equipo, llevaron a cabo contra un régimen cada vez más autoritario. Con la misma sinceridad y coraje que le definieron, Patriota es un conmovedor relato de sus años finales en una de las prisiones más brutales que existen, un recuerdo de por qué los principios de la libertad individual son tan fundamentales y una llamada entusiasta a continuar con la obra por la que dio la vida.
CAPITULO 1.
AL FILO DE LA MUERTE.
En verdad, morir no dolía. De no haber estado exhalando mi último aliento, no me habría tumbado en el suelo junto al lavabo del avión, pues, como es de suponer, no estaba especialmente limpio.
Volaba hacia Moscú desde Tomsk, en Siberia, y tenía buen ánimo. Al cabo de dos semanas se celebraban elecciones regionales en diversas ciudades siberianas y con mis colegas de la Fundación Anticorrupción estábamos decididos a derrotar al partido gobernante, Rusia Unida. Eso transmitiría el trascendental mensaje de que, a pesar de llevar veinte años afincado en el poder, Vladímir Putin no era omnipotente (ni siquiera particularmente apreciado) en esa región de Rusia, por más que incontables ciudadanos hubieran contemplado allí a bustos parlantes cantar las alabanzas del capitoste nacional por televisión las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.
Hacía varios años que me prohibían postularme a las elecciones. El Estado no reconocía el partido político que encabezaba; de hecho, hacía poco nos había denegado permiso para registrarlo por novena vez en ocho años. Al parecer, nunca «rellenábamos bien los formularios». Y en las rarísimas ocasiones en las que uno de nuestros candidatos lograba que su nombre figurara en las papeletas, hallaban los pretextos más inverosímiles para impugnar su elegibilidad. De ahí que el desafío que afrontaba nuestra red —que en su máximo apogeo fue una de las mayores del país, con unas ochenta delegaciones regionales, lo cual la sometía al embate incesante del Estado— exigiese una habilidad esquizofrénica para ganar unos comicios a los cuales teníamos prohibido presentarnos.
En nuestra autoritaria nación, donde durante más de dos décadas el régimen había convertido en su máxima prioridad inculcar al electorado la convicción de que estaba indefenso y carecía de fuerza para cambiar la situación, no resultaba fácil convencer a la población de acudir a los colegios electorales. Sin embargo, contábamos con la baza de que su renta llevaba siete años seguidos menguando. Si conseguíamos que al menos un tercio de los ciudadanos que estaban hartos del régimen acudiera a las urnas, ninguno de los candidatos de Putin tendría la más mínima posibilidad. Pero ¿cómo espolear a la gente a votar? ¿Persuadiéndola? ¿Ofreciéndole recompensas? Nos decantamos por la opción de cabrearla.
Mis colegas y yo llevábamos varios años rodando un culebrón infinito sobre la corrupción en Rusia. En los últimos tiempos, casi todos los episodios habían registrado entre tres y cinco millones de visionados en YouTube. Dada la realidad de Rusia, desde buen principio decidimos descartar el enfoque periodístico cauteloso de recurrir a la ristra inacabable de adjetivos calificativos sinónimos de «supuesto», «posible» o «presunto» que tanto gustan a los asesores legales. Llamamos «ladrones» a los ladrones y «corrupción» a la corrupción. Si alguien tenía una finca enorme, no nos limitábamos a señalar su existencia, sino que grabábamos imágenes en vídeo con drones y mostrábamos la propiedad en todo su esplendor. Investigábamos cuál era su valor y lo yuxtaponíamos con los modestos ingresos que el burócrata de turno que era su propietario declaraba oficialmente.
Se puede teorizar tanto como se quiera sobre la corrupción, pero yo prefiero adoptar un abordaje más directo, como estudiar las fotografías de la boda del secretario de prensa del presidente y centrarme en el espectacular reloj que le asoma bajo el puño de la camisa mientras besa a la novia. Y después conseguir que un proveedor suizo nos certifique que ese reloj cuesta 620.000 dólares y revelárselo a la ciudadanía de un país donde una de cada cinco personas vive por debajo del umbral de la pobreza o, para ser más precisos, por debajo del «umbral de la indigencia», con solo 160 dólares al mes. Entonces, una vez has enfurecido lo suficiente a los espectadores con la desvergüenza de los funcionarios corruptos, los rediriges hacia un sitio web con una lista de los candidatos de su región a los que deberían votar si no quieren continuar financiando la vida de lujo de esos burócratas.
Funcionó.
Entretuvimos a nuestros espectadores a la par que los indignamos mostrándoles imágenes de la vida que llevan los «humildes patriotas que gobiernan nuestro país», explicándoles cómo funcionan los mecanismos de corrupción y llamándolos a emprender acciones prácticas para infligir el máximo daño al sistema de Putin. Nunca nos faltó material.
Mientras miraba por la ventanilla del avión, pensaba que contábamos con metraje suficiente para publicar en YouTube dos o tres vídeos sobre la corrupción en ciudades siberianas. Los verían varios millones de personas, centenares de miles de las cuales vivían en Novosibirsk y Tomsk. No solo las verían, sino que les sublevarían tanto que responderían a nuestro llamamiento a acudir a las urnas y votar en contra de los candidatos de Putin.
Sonreí irónicamente recordando las estrategias que habían desplegado las autoridades estatales, conocedoras de lo que nos traíamos entre manos, para desbaratar nuestros planes. Para funcionarios de todos los niveles, mis viajes por Rusia eran como un capote rojo para un toro. Consideraban mis visitas una amenaza e inventaban incontables infracciones penales que atribuirme para obstaculizar mis desplazamientos por el país, ya que un acusado en una causa penal no puede abandonar la región en la que reside. Desde 2012, había pasado un año bajo arresto domiciliario y otros más bajo un requerimiento que me impedía salir de Moscú.
Dos meses antes, por instigación del canal televisivo propagandístico controlado por el Estado Russia Today, habían abierto contra mí otra causa penal ridícula acusándome de «calumniar a un veterano de guerra» y una segunda que me prohibía salir de Moscú. Como consideraba tal restricción ilegal, le hice caso omiso y fui a Siberia en aquel último viaje de investigación. Mis colegas y yo nos traíamos de vuelta centenares de gigabytes de metraje, incluidas entrevistas a líderes de la oposición local e imágenes de una residencia que un diputado parlamentario favorable al Gobierno poseía en una isla privada. Habíamos encriptado y subido aquellos vídeos al servidor y ya estaban listos para montarlos.
Albergaba esperanzas de derrotar a Rusia Unida en Tomsk y al menos asestarle un buen golpe en Novosibirsk. Me reconfortaba pensar que, a pesar de las crecientes intimidaciones —durante los dos últimos años habían sometido nuestras oficinas a más de trescientos registros en los que personas con máscaras negras habían serrado los marcos de las puertas, lo habían registrado todo y habían confiscado nuestros teléfonos y ordenadores—, lo único que habían conseguido era hacernos más fuertes. Como es natural, cuanto más me complacía eso a mí, más molestaba al Kremlin, y a Putin a título personal. Probablemente fuera eso lo que lo impulsara a dar la orden de «emprender medidas activas». Es la expresión que suelen utilizar las autoridades del KGB y del Servicio Federal de Seguridad (FSB) cuando escriben sus memorias. Deshacerse de la persona y deshacerse del problema.
Cualquiera puede afrontar multitud de adversidades en su vida cotidiana. Incluso te puede devorar un tigre. O alguien de una tribu enemiga puede clavarte una lanza por la espalda. Es posible amputarse un dedo de manera accidental mientras presumes de habilidades culinarias ante tu pareja o perder una pierna manejando una sierra mecánica sin prestar atención. Te puede caer un ladrillo en la cabeza o incluso puedes caerte por una ventana. Y luego están los habituales infartos y otras tragedias, que provocan aflicción, pero no sorpresa.
Pocos de mis lectores, o eso espero, habrán sido alcanzados por una lanza por la espalda o se habrán precipitado por una ventana, pero es bastante fácil imaginar lo que se debe de sentir. Nuestras vivencias y la observación de los demás nos permiten tener un conocimiento vívido de tales sensaciones. Al menos, eso es lo que yo pensaba antes de embarcar en aquel avión.
Por deferencia a las convenciones de la novela policíaca, intentaré relatar todo lo ocurrido aquel día con la máxima precisión posible, aplicando el tradicional principio de que el menor de los detalles puede proporcionar la clave para resolver el misterio.
Es 20 de agosto de 2020. Estoy en mi habitación de hotel en Tomsk. Suena la alarma a las 5.30. Me despierto sin esfuerzo y me dirijo al cuarto de baño. Me doy una ducha. No me afeito. Me cepillo los dientes. Se me ha acabado el desodorante. Me froto el plástico seco por las axilas y luego tiro el aplicador a la papelera, donde mis colegas lo hallarán horas más tarde cuando vengan a registrar la habitación. Me envuelvo en la toalla más grande que hay colgada en el aseo, regreso a la habitación y pienso en lo que me voy a poner. Necesito ropa interior, calcetines y una camiseta. Soy de esas personas que caen en un ligero estupor a la hora de escoger la ropa que van a ponerse, de manera que me quedo contemplando mi maleta abierta unos diez segundos.
Se me pasa por la cabeza un pensamiento bochornoso. ¿Puedo volver a ponerme la camiseta de ayer? Al fin y al cabo, estaré de vuelta en casa dentro de cinco horas, y allí me ducharé otra vez y me cambiaré de ropa. No, no estaría bien. Uno de mis colegas podría darse cuenta y pensar que el jefe se comporta como un vagabundo.
La lavandería del hotel me había devuelto mi ropa lavada el día anterior, de manera que saco una camiseta y unos calcetines del paquete. En la maleta tengo una muda limpia. Me visto y compruebo la hora en el reloj: son las 5.47. No puedo perder el avión: es jueves y soy esclavo de los jueves. Cada jueves, pase lo que pase, me conecto en directo a las 20.00 horas para exponer mi opinión acerca de los acontecimientos de la última semana en Rusia. La Rusia del futuro con Alexéi Navalni es una de las emisiones en streaming más populares del país, vista en directo por entre 50.000 y 100.000 espectadores, y con más de 1,5 millones de visionados después de su emisión. En todo el año, en ningún momento hemos tenido menos de un millón de espectadores. De no ser jueves, me quedaría en Siberia un par de días más. Hoy dos colegas viajarán conmigo y unos cuantos se quedarán allí para concluir el trabajo.
Son las 6.01 horas. Detesto llegar tarde, pero, como de costumbre, me he dejado cosas fuera de la maleta: mi cinturón cuelga del respaldo de la silla. Tengo que abrir la maleta, meterlo dentro y efectuar la clásica maniobra para cerrarla que todo aquel que se haya excedido con su equipaje conoce bien. Me dejo caer sobre ella con todo mi peso, cierro la cremallera y rezo por que no reviente cuando quite la mano y deje de ejercer presión.
A las 6.03 bajo hasta el vestíbulo del hotel, en la planta inferior, donde Kira Yarmysh, mi secretaria de prensa, e Iliá Pajómov, mi asistente, me esperan ya. Nos subimos a un taxi que Iliá ha pedido y ponemos rumbo al aeropuerto. De camino, el taxista hace un alto en una gasolinera; no es lo más habitual, porque normalmente se reposta combustible entre carreras, pero no le doy más importancia.
En el aeropuerto nos topamos con el mismo sistema absurdo habitual en toda Rusia: hay que pasar por un detector de metales con el equipaje antes incluso de entrar en el edificio. Esto comporta tener que hacer dos colas y pasar por dos puntos de control. Es un proceso muy lento y siempre te toca detrás del tipo al que se le olvida sacarse el móvil del bolsillo. El escáner pita. También se le ha olvidado quitarse el reloj. El escáner vuelve a pitar. Maldiciendo mentalmente al muy imbécil, paso por el detector y, cómo no, el escáner pita. Se me ha olvidado quitarme el reloj.
—Perdón —me disculpo con el pasajero que hace cola detrás de mí mientras leo en sus ojos exactamente lo mismo que yo estaba pensando diez segundos antes.
No voy a dejar que una chorrada como esa me cambie el humor. No tardaré en llegar a casa, la semana laboral habrá concluido y pasaré el fin de semana con mi familia. Qué podría haber mejor.
Kira, Iliá y yo enseguida nos hallamos en medio de la terminal, el clásico grupo de personas en viaje de negocios por la mañana temprano. Falta una hora para el despegue. Miramos a nuestro alrededor preguntándonos qué hacer hasta que nos llamen para embarcar.
—¿Por qué no vamos a tomarnos un té? —propongo.
Y lo hacemos.
Debería beberme el té con más elegancia, porque hay un tipo sentado a tres mesas de distancia que está grabando furtivamente un vídeo. Publicará mi figura encorvada en Instagram con el pie de foto: «Navalni visto en el aeropuerto de Tomsk» y después ese vídeo se visionará un número imposible de veces y se analizará segundo a segundo. Mostrará a una camarera acercándose a mí y entregándome un té en un vaso desechable rojo. Nadie más toca el vaso.
Me dirijo a una tienda del aeropuerto llamada Souvenirs de Siberia y compro caramelos. Al ir a pagar, intento pensar en el chiste que le contaré a mi mujer, Yulia, cuando se los regale al llegar a casa. No me viene nada a la mente. Da igual, ya se me ocurrirá algo.
Anuncian el inicio del embarque. A las 7.35 horas enseñamos nuestros pasaportes y subimos al autobús que recorrerá los 150 metros que nos separan del avión.
El vuelo va lleno y se produce una cierta conmoción en el autobús. Un tipo me reconoce y me pide un selfi. Claro, cómo no. Después de eso, otras personas aparcan su timidez y unas diez más se abren camino hacia mí para hacerme fotos. Sonrío alegre a los teléfonos de otras personas y, como siempre en esos momentos, me pregunto cuántas de ellas saben en realidad quién soy y cuántas han decidido sacarme una instantánea solo por si soy alguien famoso. Es una ilustración perfecta de la definición de una celebridad menor que formula Sheldon Cooper en The Big Bang Theory: «En cuanto explicas quién es, mucha gente lo reconoce».
Mientras nos encaminamos al avión, siguen las fotografías, y Kira, Iliá y yo somos de los últimos en llegar a nuestros asientos, lo cual me inquieta porque llevo una mochila y una maleta que hay que guardar en el compartimento superior. ¿Qué pasará si ya están todos llenos? No quiero ser el triste pasajero que va corriendo por la cabina pidiéndole a la tripulación que le ayude a encontrar hueco para su equipaje de mano.
Al final no pasa nada. Hay espacio para la maleta y coloco la mochila a mis pies, debajo del asiento delantero. Mis colegas saben perfectamente que prefiero sentarme junto a la ventanilla para poder aislarme de cualquiera que pueda querer hablar sobre la situación política en Rusia. Por lo general, no me molesta charlar con la gente, pero no me gusta hacerlo en un avión. Siempre hay mucho ruido de fondo y no me provoca especial placer la perspectiva de tener un rostro a veinte centímetros de distancia gritándome: «Así que investiga usted la corrupción, ¿eh? Pues déjeme que le cuente mi caso».
Rusia está construida sobre la corrupción y todo el mundo tiene un caso que contar.
Estoy de buen humor, y la perspectiva de pasar las próximas tres horas y media completamente relajado lo hace mejorar aún más. Primero voy a ver un episodio de Rick y Morty y luego leeré.
Me abrocho el cinturón y me quito las zapatillas deportivas. El avión empieza a desplazarse por la pista. Hurgo en mi mochila, saco el ordenador y los auriculares, abro la carpeta de Rick y Morty y elijo una temporada al azar y luego un episodio. Vuelve a sonreírme la suerte: es ese en el que Rick se convierte en un pepinillo. Me encanta.
Pasa un azafato y me mira de reojo, pero no me indica que cierre el portátil, tal como exige una anticuada normativa de seguridad en los aviones. Es una de las ventajas de ser una celebridad menor. Hoy todo parece ir como la seda.
Y entonces deja de ser así.
Gracias a ese amable azafato, sé exactamente el momento en el que noté que algo no iba bien. Un tiempo después, tras dieciocho días en coma, veintiséis días en cuidados intensivos y treinta y seis días en el hospital, me pondría guantes, limpiaría el portátil varias veces con una toallita con alcohol, lo encendería y descubriría que habían pasado veintiún minutos desde el principio del episodio.
Hace falta un acontecimiento extraordinario para que yo deje de ver Rick y Morty durante el despegue —unas turbulencias no bastarían—, pero miro la pantalla y no consigo concentrarme. Empiezo a notar un sudor frío en la frente. Me pasa algo raro, algo muy raro. Tengo que cerrar el portátil. Gotas de sudor gélido me resbalan por la frente. Sudo tanto que me giro hacia Kira, que va sentada a mi izquierda, para pedirle un pañuelo. Está absorta en su e-book y, sin alzar la vista, saca un paquete de clínex del bolso y me lo da. Utilizo uno. Y luego otro. Me pasa algo, estoy seguro. Nunca he experimentado nada parecido. Ni siquiera tengo claro qué me ocurre. No me duele nada. Simplemente, tengo el extraño presentimiento de que todo mi organismo está fallando.
Me convenzo de que me habré mareado al mirar la pantalla durante el despegue. Confuso, le digo a Kira:
—Me pasa algo. ¿Te importa hablar conmigo un rato? Necesito concentrarme en el sonido de la voz de alguien.
Es una pregunta rara, lo sé, pero, tras la sorpresa inicial, Kira empieza a hablarme del libro que está leyendo. Y entiendo lo que me explica, pero me exige un esfuerzo casi físico hacerlo. Mi concentración se desvanece por segundos. Al cabo de un par de minutos, solo la veo mover los labios. Escucho sonidos, pero no entiendo lo que dice, por más que tiempo después Kira me dirá que mantuve el tipo durante cinco minutos farfullando «ajá» y «ah» y que incluso le pedí que me aclarara lo que había dicho.
Aparece un azafato en el pasillo empujando un carrito. Bebidas. Intento pensar en si debería tomar agua. Según Kira, el azafato se quedó allí, esperando. Lo miré en silencio durante diez segundos, hasta que ambos empezaron a incomodarse. Y entonces dije:
—Creo que lo que necesito es levantarme.
Decidí salir e ir a echarme agua fría en la cara a ver si me recuperaba un poco. Kira le dio un codazo a Iliá, que estaba dormido en el asiento del pasillo, y me dejaron salir. Iba en calcetines. Pero no porque no hubiera tenido fuerzas para volverme a calzar las zapatillas, sino porque en aquel momento me daba igual.
Por suerte, el lavabo estaba libre. Cada acción requiere una reflexión, aunque normalmente no nos demos cuenta de ello. Por aquel entonces yo tenía que hacer un esfuerzo consciente por comprender lo que estaba sucediendo y lo que debía hacer a continuación. Estoy en el lavabo. Tengo que encontrar el pestillo. Hay cosas de distintos colores. Esto probablemente sea el pestillo. Lo deslizo hacia aquí. No, hacia allá. Bien, ahí está el grifo. Tengo que presionarlo. ¿Cómo lo hago? Con la mano. ¿Dónde está mi mano? Aquí. Agua. Tengo que lavarme la cara. En mi mente, no obstante, no hay más que un pensamiento, que no exige ningún esfuerzo y desplaza a todos los demás: «No aguanto más». Me aclaro la cara, me siento en el inodoro y caigo en la cuenta por primera vez: me muero.
No pensé «quizá me muera». Sencillamente, lo supe.
Cuando uno se toca la muñeca con un dedo de la mano contraria, nota algo porque el cuerpo libera acetilcolina y una señal nerviosa notifica la acción al cerebro. Lo ve con sus propios ojos y lo identifica mediante el tacto. Si, en cambio, prueba a hacer lo mismo con los ojos cerrados, no ve el dedo, pero puede determinar con facilidad si se está tocando la muñeca o no. Eso sucede porque cuando la acetilcolina transmite una señal entre las células nerviosas el cuerpo secreta colinesterasa, una enzima que detiene esa señal una vez concluida la acción. La colinesterasa destruye la acetilcolina «utilizada» y, con ella, todo rastro de la señal transmitida al cerebro. De no ser así, el cerebro recibiría señales acerca del contacto con la muñeca una y otra vez, millones de veces. Sería parecido a un ataque de denegación de servicio distribuido (DDoS) contra un sitio web: al hacer clic una vez, la página se abre; si se clica en ella un millón de veces por segundo, se bloquea.
Para combatir un ataque DDoS se puede volver a cargar el servidor o instalar uno más potente. En el caso de los seres humanos, no es tan fácil. Bombardeado por miles de millones de señales falsas, el cerebro queda completamente desorientado, no es capaz de procesar lo que sucede y se desconecta. Al cabo de un tiempo, la persona deja de respirar, ya que, a fin de cuentas, la respiración también la regula el cerebro.
Así es como funcionan los agentes nerviosos.
Hago un esfuerzo más y reviso mentalmente mi cuerpo. ¿El corazón? No me duele. ¿El estómago? Está bien. ¿El hígado y otros órganos internos? No noto ni una ligera molestia. ¿El resumen? Pavor. Esto me supera. Estoy a punto de morir.
Con dificultad, me lavo la cara por segunda vez. Quiero regresar a mi asiento, pero no creo que vaya a ser capaz de salir del lavabo por mí mismo. No podré encontrar el pestillo. Veo con claridad. Tengo la puerta delante. El pestillo también está ahí. Tengo fuerza suficiente, pero mantener enfocado el pestillo, alargar la mano hasta él y deslizarlo en la dirección correcta me cuesta horrores.
No sé cómo, pero me las apaño para salir. Hay una cola de personas en el pasillo y me doy cuenta de que no están precisamente contentas. Probablemente he estado en el lavabo más tiempo del que creo. No me comporto como un borracho; no me tambaleo, nadie me señala. Soy otro pasajero más. Después Kira me dirá que abandoné mi sitio junto a la ventanilla con total normalidad, salvando su asiento y el de Iliá sin problemas. Lo único raro era que estaba muy pálido.
Estoy de pie en el pasillo y me digo que tengo que pedir ayuda. Pero ¿qué puedo pedirle al azafato si ni siquiera soy capaz de determinar qué me pasa o qué necesito?
Vuelvo la vista atrás, hacia los asientos, y luego miro otra vez al frente. Me encuentro de cara al galley del avión, la zona de la cocina, cinco metros cuadrados llenos de carritos con comida, el lugar al que uno se dirige durante un vuelo largo si quiere beber algo.
Los escritores de verdad son personas excepcionales. Cuando a mí me preguntan qué se siente al morir por un arma química, son dos las asociaciones que me vienen a la mente: los dementores de Harry Potter y los Nazgûl de El Señor de los Anillos de Tolkien. El beso de un dementor no duele: la víctima simplemente nota que la vida se le va. El arma principal de los Nazgûl es su aterradora habilidad de quitarte la voluntad y la fuerza. De pie en ese pasillo, un dementor me besa y tengo a un Nazgûl junto a mí. Me apabulla la imposibilidad de entender qué sucede. La vida se me escapa y no tengo voluntad para resistirme. Me muero. Ese pensamiento se impone de manera rápida y potente al «No aguanto más».
El azafato me mira con ojos interrogantes. Al parecer, es el mismo tipo que ha fingido no ver mi portátil. Hago un esfuerzo más por dar con las palabras que quiero verbalizar. Para mi sorpresa, consigo articular:
—Me han envenenado y estoy a punto de morir.
Me mira sin alarma ni sorpresa, ni siquiera preocupación. De hecho, dibuja una media sonrisa.
—¿Qué quiere decir? —pregunta.
Su expresión cambia radicalmente al ver que me tumbo a sus pies en el suelo del galley. No me caigo, no me desmayo, no pierdo la conciencia. Pero tengo la sensación imperiosa de que permanecer de pie en el pasillo carece por completo de sentido, que es una estupidez. A fin de cuentas, me estoy muriendo y, que me corrijan si me equivoco, la gente muere tumbada.
Me tiendo de costado. Me quedo mirando la pared. Ya no me noto raro. Tampoco estoy nervioso. La gente empieza a correr a mi alrededor. Oigo exclamaciones de alarma.
Una mujer me grita al oído:
—Dígame, ¿se encuentra mal? ¿Está teniendo un infarto?
Niego débilmente con la cabeza. No, no me pasa nada en el corazón.
Me da tiempo a pensar «Todo lo que dicen de la muerte es mentira». No me pasa una sucesión de imágenes de mi vida por el pensamiento. Tampoco se me aparecen los rostros de mis seres queridos. Nada de ángeles ni de una luz cegadora. Me muero mirando una pared. Las voces se confunden y las últimas palabras que oigo son las de esa mujer gritando:
—No se duerma. No se duerma.
Y entonces muero.
Spoiler: en realidad, no me morí.